martes, 18 de agosto de 2009

Tiendas y galerías en Popayán

De las galerías y sus alrededores
Por: Olga Lucía Cadena Durán
Jorge Prudencio Lozano Botache

Olga Lucía y Yo llegamos hace muy poco tiempo a Popayán. Provenimos de una ciudad que en muchos sentidos ya no es ya pequeña. Un día entramos a una tienda, en un lugar sobre la avenida panamericana y tuvimos la sensación de haber visto pasar por allí, de repente, a esta ciudad, como quien se para en la orilla de un río y observa cómo el agua cambia súbitamente su turbidez.

Llegamos a una ciudad en la que aún se expenden víveres y abarrotes en este tipo de establecimientos denominados graneros y tiendas. En la ciudad de donde provenimos, los graneros desaparecieron hace algunos años y eso no es ni bueno ni malo, o … tal vez, tiene de ambas cosas. En todo caso, encontrarlos nos despierta la nostalgia y aunque a veces la nostalgia amarra a las personas al pasado, también es cierto que en ocasiones nos hace concientes de que no todo lo nuevo es mejor. Paradójicamente, “no siempre progresamos hacia adelante”.

En los graneros el expendio de víveres se hacía (y se hace) mediante una serie de procedimientos que podemos denominar artesanales, si se comparan con los que se practican en los supermercados y supertiendas.

En los graneros había muy hábiles expertos en pesar y empacar. Ellos parecían prestidigitadores que en un santiamén, transformaban un montón de granos en un paquete envuelto en papel craft o papel periódico –antes que el plástico nos inundara-. Eran expertos en sumar a toda velocidad grandes hileras de pequeñas cantidades, antes que aparecieran las aparatosas registradoras Remington, las calculadoras Cassio y antes que a la gente empezara a olvidársele sumar y antes que saberse las tablas de multiplicar, se convirtiera en algo secundario.

Los graneros solían (o suelen) estar en cualquier parte pero principalmente cerca de las llamadas galerías, también conocidas como plazas de mercado, junto a los vendedores de frutas y verduras.

A la zona de galería y de mercado siempre han concurrido diferentes tipos sociales: los dueños y empleados de los graneros, los campesinos que venden frutas y verduras, los revendedores que intermedian en la distribución de todos estos productos; por supuesto, los compradores; los que aprovechan la concurrencia para realizar otro tipo de transacciones; los ladronzuelos y ladronazos, las chicas que dan consuelo o pescan en río revuelto; las personas que hacen comida para vendedores, revendedores, rebuscadores, compradores y visitantes ocasionales. En la galería se cruzan carretas de tracción humana y animal, vehículos colectivos, automóviles particulares y perritos que rebuscan su sustento en la carnicería.

Las plazas de mercado son un universo cultural neurálgico para toda ciudad. Nuestros abuelos recuerdan que en tiempos de guerras civiles – de esas que hacen parte de la tradición en que constantemente se vuelve a parir Colombia, desde que somos república-, lo único que no se cierran son las galerías. Allí, los guerreros mandan a sus intendentes a que se aprovisionen porque para pelear, primero hay que comer.

Algunas de las plazas de mercado se han ido con su movimiento de un barrio a otro, aliviando el problema urbanístico o tal vez debido a él, dotando de espacios más adecuados a mayoristas y minoristas. Otras, continúan con sus desbaratadas bodegas, alojadas en las viejas construcciones cerca al el centro de la ciudad.

Entre talleres de toda índole, un olor evidencia la constancia de los comerciantes de queso, cuyo olor se mezcla con el del aserrín de un mercado de madera que llega en docenas de camiones provenientes de todo el país. Aquí, en Popayán, algunos locales pequeños compran y venden de todo tipo de contrabando, cobijas o artesanías junto a la hoja de coca. Los cacharreros ambulantes llegan para quedarse, los sastres y vendedores de ropa usada y automóviles, vienen los fines de semana. Algunas personas llegan desde las 6:30 a.m., compran prendas de vestir en buen estado, electrodomésticos, y artículos para el hogar, los mismos que se consiguen en los grandes y medianos almacenes y supermercados de cadena, pero a mitad de precio.

La papa, la yuca, el plátano, las hortalizas, frutas y todos los productos altamente perecederos a veces parecen contaminar las calles de los alrededores, pero esto no es inconveniente para que cada semana, hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos acudan a las plazas de mercado a preguntar, verificar y negociar sus alimentos.

Si bien en las plazas de mercado hay algunos comerciantes formales, es mayor la enorme red de empresas informales. Las hortalizas, frutas y las prendas vestir, ocupan de manera exuberante, estorbosa y ruidosa no sólo las bodegas, sino los andenes, las bahías y las calles. Más silenciosos y ordenados son los depósitos de granos, alimentos procesados y abarrotes, que mueven capitales mucho más grandes.

A los “bulteadores” se les da una propina por acercar el costal, las bolsas, el carrito del mercado o las cajas, hasta el taxi que se toma para ir a casa o a la tienda, con todo lo comprado. Ellos corren diligentes por todas partes tratando de cuadrarse un dinero diario, bulto a bulto, desde las 4 de la madrugada, hasta las 4 de la tarde y en su carrera casi frenética amenazan con llevarse por delante o sacarle un ojo con la punta de un guacal, al que se le atraviese.

Tanto las empresas de quienes mueven grandes capitales y acumulan millonarias ganancias, como las de los precarios venteros al detal y a la intemperie, no son más que empresas familiares. El jefe y dueño del negocio, diariamente controla desde su registradora electrónica o desde su bolsillo, cada bulto y cada peso, contando con la solidaridad económica y familiar de su esposa, de sus hijos, o de personas muy cercanas. La informalidad es una característica que los cubre a todos y es quizás, el rasgo socioeconómico más sobresaliente en las plazas de mercado, incluidas las de Popayán.

Incluso muchas de las empresas mayoristas son informales debido a su carácter de unidad familiar, con dos características muy importantes: 1) Tienen una dinámica comercial que depende de la participación directa del propietario y su familia, en las actividades centrales de la empresa; y 2) la relación entre empresa y propietario, y, la relación entre empresa y familia, se confunden en una sola organización.

Y al lado de estos grandes mayoristas, en las plazas de mercado de Popayán se han venido incrementando los medianos y una multitud de pequeños comerciantes que se acomodan en donde sea posible vender un aguacate, un tomate, una tiza para cucarachas o una cremallera, como en cualquier otro lugar de la ciudad.

El comercio detallista en los alrededores de las plazas obedece, de una parte, a que estos vendedores se organizan en donde haya clientela potencial. Y esta clientela surge por dos supuestos: 1) La idea que comprar en plazas de mercado, y además por fuera de ellas, “es más barato”, y 2) La alta densidad poblacional de los barrios de la ciudad, que ocasiona el acceso masivo de los consumidores.

Estos vendedores al detal le compran a los intermediarios rural-urbanos parte de la carga que no pueden colocar a los mayoristas, ya sea por calidad, volumen o por precios, y deciden entonces vender por su propia cuenta, en la misma galería o en las calles de los barrios, compitiendo abiertamente con el mayorista - cuando no es el mayorista el que completa mediante esta práctica un negocio redondo-.

Contrario a lo que se piensa, en las plazas de mercado en Popayán no se pierde una cebolla. Algunos sacerdotes y líderes comunitarios van con niños y pasan por los puestos recogiendo las donaciones en comida aún utilizable en los comedores de beneficencia. Otros, sin más alternativas para obtener su manutención rebuscan inclusive en la basura.

Claro está, que en este cínico, morboso y al mismo tiempo sofisticado sistema de reciclaje, es mejor estar al frente de una registradora electrónica “amasando” fortuna, o en un escritorio analizando el asunto.

El empleo que se genera por parte de los mayoristas, está basado en el contrato de trabajadores bajo la modalidad del destajo, básicamente para la manipulación de productos. La principal labor es el movimiento de cargue y descargue a hombro, de bultos, cajas, pachas, manojos de los diversos productos. Pero también se identifican otras labores como el empaque, la selección, y la “igualación” de calidades en los volúmenes de venta. En estas labores se encuentran jóvenes, niños, adultos, mayores, hombres y mujeres.

En las galerías se cruzan las vidas de millones de seres humanos, animales, vegetales, protistas, del reino fungi y hasta de minerales, si consideramos el vital alumbre que venden en las boticas. Sin embargo, solemos tener una actitud vergonzante frente a las galerías. Se les acusa de sucias moral y materialmente y hoy, en todas las ciudades se debate y se combate por el espacio público en ellas.

En el fondo del tema del espacio público, que es un asunto de urbanismo y de calidad de vida, sin embargo, subyace un problema económico de subsistencia: por un lado, los comerciantes constituidos legalmente alegan que ellos sí pagan impuestos y que por lo tanto es injusto tolerar la competencia de los vendedores informales. Estos, a su vez, esgrimen el derecho al trabajo. Las galerías son conflictivas, como corresponde a todo lugar donde concurre el mosaico cultural de una nación, llámese universidad, galería o cementerio.

En relación con la compra de los granos, artículos de aseo y abarrotes, muchas familias y tenderos en Popayán, prefieren acudir a los graneros, conformados básicamente por empresas familiares que prestan el servicio de venta de productos a domicilio, a precios más bajos, permitiéndole inclusive, a las tiendas de barrio, obtener un margen de ganancia por la comercialización de estos artículos; y a las familias, comprar en mayores volúmenes y ahorrarse un dinero significativo, si se compara con los supermercados y almacenes de cadena.

Los consumidores, a veces consideran que los productos que se ofrecen en tiendas, en plazas de mercado y graneros, presentan precios más bajos que en los supermercados o en otros lugares. Y esto se debe a que, en parte, las familias y las tiendas asumen los costos de empaque, de limpieza y de selección de los alimentos y/o productos para el hogar.

Se ha intentado que los llamados vendedores informales se organicen y le incorporen valor agregado a sus productos así sea empacándolos en condiciones más atractivas pero ahí surgen los bemoles de la relación entre precio y calidad.

En realidad, lo que los estudiosos promotores de la economía de mercado promueven, es que el complejo sistema de distribución de las galerías, que contiene muchos rasgos de irracionalidad, entre en la racionalidad del dinero – que es una racionalidad que ha demostrado ser incapaz de solucionar la inequidad-.

Ciertamente, en muchos productos expendidos en la galería, especialmente los de origen agrícola, los precios no reflejan con justicia el trabajo incorporado en ellos. Los campesinos no cobran plenamente su fuerza de trabajo y el costo de muchos de los insumos recaen en la productividad de la tierra – en ese sentido este tipo de economía de mercado es antiecológica-. Pero tampoco es que todos los intermediarios sean unas sanguijuelas porque ellos también asumen costos, riesgos y algunos – los informales- asumen algo del valor agregado del producto.

La intermediación a veces es necesaria, por ejemplo la relacionada con el transporte pero claro está, que entre más intermediarios haya, más aumenta el precio. Entonces, vale decir que el problema no es la intermediación en sí misma sino el exceso de ella, que se gesta en el seno de una economía para la cual es más importante tramitar ganancias, que satisfacer necesidades.

En los almacenes de cadena, que sí aplican la racionalidad del dinero, es decir, que sí son “formales”, se argumenta en favor de la “calidad” que ofrecen y, en consecuencia, ellos cuantifican todos los “valores agregados”, algunos de los cuales, a decir verdad, resultan innecesarios o superfluos desde el punto de vista por ejemplo nutricional o del consumo, pero convenientes desde el punto de vista publicitario, que es lo que estimula al consumismo y por lo tanto, a la tramitación de ganancias.

Tal vez ya sean inevitables los supermercados pero no es muy seguro que ellos estén ayudando a resolver el problema del desempleo en muchas ciudades –algunos “importan” mano de obra-. Tampoco es seguro que sus empleos sean más dignos que los de los viejos empleados artesanales de granero – no es sino ir a ver para creer-. Las ganancias de muchos de estos almacenes se van para otras regiones del país cuando no, para el extranjero – aunque pagan impuestos acá-.

Y sin embargo, son cautivantes la variedad de productos que ofrecen, el aseo con aroma artificial de pino y la sensación de vivir en un mundo que aunque impersonal, parece ser cosmopolita. Lo peor – o lo mejor- es que a veces – sólo a veces- ofrecen precios muy bajos.

No obstante, en las galerías, además, se vive el comadrazgo, el regateo y el carnaval cotidiano. Allí hay locos y cuerdos, emperifollados y desarrapados, curanderos y enfermos, apuestos y deformes. Pese a que, igual que en todos los rincones de la sociedad de mercado, la plata termina imponiendo su ley, en la galería hay un a atmósfera que, de cierta manera nos iguala a todos y sin duda eso también atrae. La galería no es excluyente, en cambio el supermercado sí. Ir a la galería equivale a asistir a un espectáculo que se observa, pero en el que también se participa. En la galería se mezclan los olores del mundo: los de la miseria y los del bienestar y dado que es común la tendencia a tranquilizar la conciencia, tomando partido por el débil – y acaso todos lo somos-, a la galería vamos.

Y lo que haga falta, lo conseguimos en las tiendas, que también son consideradas dentro del sector informal, por tres razones fundamentalmente: 1) Ocupan trabajo familiar, 2) Tienen un bajo número de empleados y 3) No se acogen al régimen laboral.

En Popayán, según FENALCO, una tienda da ocupación a dos personas en promedio. Ninguno de los dos recibe un salario ordinario; el tendero usualmente “toma” de la “caja” del negocio el dinero que va requiriendo diaria o semanalmente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin diferenciar los gastos familiares y los del negocio. Es decir, no se asignan sueldos ni para el dueño, ni para el ayudante, quien suele ser un miembro de la familia del tendero. Los horarios de atención al público son de 13 horas en promedio, aunque en domingos y feriados se reducen a 10.

Muchas veces en el tendero se descargan los “descuadres” económicos de la familias que se ven en la obligación de vivir al debe, por uno o dos meses – y hasta más-. Los tenderos permiten pagar “más tardecito”, en el mismo día, y a veces, luego de una breve explicación “de la situa”, otorgan plazos de entre 15 y 25 días. Las tiendas de barrio otorgan crédito a sus clientes, para asegurar su constancia, por un lazo de amistad, de vecindad, de confianza desinteresada o de solidaridad que se generan en la cuadra, la manzana o el barrio –algo que no ofrecen las tarjetas de crédito con sus implacables intereses-.

Los tenderos suelen llevar sus cálculos en el sistema de “cuentas de cielo raso”, básicamente “por no conocer ninguna otra manera de controlar el dinero que entra, que sale, que se invierte, que se gasta, …”, algo que es injustificable por la racionalidad del dinero, dado que el crédito a los clientes no es significativo para los tenderos, primero porque no cobran ningún tipo de interés por los productos que se entregan “fiados”; segundo, porque ellos tampoco reciben crédito por parte de sus proveedores. Sin embargo, las tiendas funcionan. En una de estas tiendas, rodeados de afiches publicitarios, como ya se dijo, nos sentamos a conversar Olga lucía y Yo, acaso con nostalgia del presente que vimos pasar por la autopista.

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